Descubrieron la cabeza de la niña asomada en el lodazal, con los ojos abiertos,
llamando sin voz. Tenía un nombre de Primera Comunión, Azucena. En aquel
interminable cementerio, donde el olor de los muertos atraía a los buitres más
remotos y donde los llantos de los huérfanos y los lamentos de los heridos
llenaban el aire, esa muchacha obstinada en vivir se convirtió en el símbolo de
la tragedia. Tanto transmitieron las cámaras la visión insoportable de su
cabeza brotando del barro, como una negra calabaza, que nadie se quedó sin
conocerla ni nombrarla. Y siempre que la vimos aparecer en la pantalla, atrás
estaba Rolf Carlé, quien llegó al lugar atraído por la noticia, sin sospechar
que allí encontraría un trozo de su pasado, perdido treinta años atrás.
Primero fue un sollozo subterráneo que remeció los campos de algodón,
encrespándolos como una espumosa ola. Los geólogos habían instalado sus
máquinas de medir con semanas de anticipación y ya sabían que la montaña había
despertado otra vez. Desde hacía mucho pronosticaban que el calor de la
erupción podía desprender los hielos eternos de las laderas del volcán, pero
nadie hizo caso de esas advertencias, porque sonaban a cuento de viejas. Los
pueblos del valle continuaron su existencia sordos a los quejidos de la tierra,
hasta la noche de ese miércoles de noviembre aciago, cuando un largo rugido
anunció el fin del mundo y las paredes de nieve se desprendieron, rodando en un
alud de barro, piedras y agua que cayó sobre las aldeas, sepultándolas bajo
metros insondables del vómito telúrico. Apenas lograron sacudirse la parálisis
del primer espanto, los sobrevivientes comprobaron que las casas, las plazas,
las iglesias, las blancas plantaciones de algodón, los sombríos bosques del
café y los potreros de los toros sementales habían desaparecido. Mucho después,
cuando llegaron los voluntarios y los soldados a rescatar a los vivos y sacar
la cuenta de la magnitud del cataclismo, calcularon que bajo el lodo había más
de veinte mil seres humanos y un número impreciso de bestias, pudriéndose en un
caldo viscoso. También habían sido derrotados los bosques y los ríos y no
quedaba a la vista sino un inmenso desierto de barro.
Cuando llamaron del Canal en la madrugada, Rolf Carlé y yo estábamos juntos.
Salí de la cama aturdida de sueño y partí a preparar café mientras él se vestía
de prisa. Colocó sus elementos de trabajo en la bolsa de lona verde que siempre
llevaba, y nos despedimos como tantas otras veces. No tuve ningún
presentimiento. Me quedé en la cocina sorbiendo mi café y planeando las horas
sin él, segura de que al día siguiente estaría de regreso.
Fue de los primeros en llegar, porque mientras otros periodistas se acercaban a
los bordes del pantano en jeeps, en bicicletas, a pie, abriéndose camino cada
uno como mejor pudo, él contaba con el helicóptero de la televisión y pudo
volar por encima del alud. En las pantallas aparecieron las escenas captadas
por la cámara de su asistente, donde él se veía sumergido hasta las rodillas,
con un micrófono en la mano, en medio de un alboroto de niños perdidos, de
mutilados, de cadáveres y de ruinas. El relato nos llegó con su voz tranquila.
Durante años lo había visto en los noticiarios, escarbando en batallas y
catástrofes, sin que nada le detuviera, con una perseverancia temeraria, y
siempre me asombró su actitud de calma ante el peligro y el sufrimiento, como
si nada lograra sacudir su fortaleza ni desviar su curiosidad. El miedo parecía
no rozarlo, pero él me había confesado que no era hombre valiente, ni mucho
menos. Creo que el lente de la máquina tenía un efecto extraño en él, como si
lo transportara a otro tiempo, desde el cual podía ver los acontecimientos sin
participar realmente en ellos. Al conocerlo más comprendí que esa distancia
ficticia lo mantenía a salvo de sus propias emociones.
Rolf Carlé estuvo desde el principio junto a Azucena. Filmó a los voluntarios
que la descubrieron y a los primeros que intentaron aproximarse a ella, su
cámara enfocaba con insistencia a la niña, su cara morena, sus grandes ojos
desolados, la maraña compacta de su pelo. En ese lugar el fango era denso y
había peligro de hundirse al pisar. Le lanzaron una cuerda, que ella no hizo
empeño en agarrar, hasta que le gritaron que la cogiera, entonces sacó una mano
y trató de moverse, pero en seguida se sumergió más. Rolf soltó su bolsa y el
resto de su equipo y avanzó en el pantano, comentando para el micrófono de su
ayudante que hacía frío y que ya comenzaba la pestilencia de los cadáveres.
–¿Cómo te llamas? –le preguntó a la muchacha y ella le respondió con su nombre
de flor–. No te muevas, Azucena –le ordenó Rolf Carlé y siguió hablándole sin
pensar qué decía, sólo para distraerla, mientras se arrastraba lentamente con
el barro hasta la cintura. El aire a su alrededor parecía.tan turbio como el
lodo.
Por ese lado no era posible acercarse, así es que retrocedió y fue a dar un
rodeo por donde el terreno parecía más firme. Cuando al finestuvo cerca tomó la
cuerda y se la amarró bajo los brazos, para que pudieran izarla. Le sonrió con
esa sonrisa suya que le achica los ojos y lo devuelve a la infancia, le dijo
que todo iba bien, ya estaba con ella, en seguida la sacarían. Les hizo señas a
los otros para que halaran, pero apenas se tensó la cuerda la muchacha gritó.
Lo intentaron de nuevo y aparecieron sus hombros y sus brazos, pero no pudieron
moverla más, estaba atascada. Alguien sugirió que tal vez tenía las piernas
comprimidas entre las ruinas de su casa, y ella dijo que no eran sólo
escombros,también la sujetaban los cuerpos de sus hermanos, aferrados a ella.
–No te preocupes, vamos a sacarte de aquí –le prometió Rolf. A pesar de las
fallas de transmisión, noté que la voz se le quebraba y me sentí tanto más
cerca de él por eso. Ella lo miró sin responder.
En las primeras horas Rolf Carlé agotó todos los recursos de su ingenio para
rescatarla. Luchó con palos y cuerdas, pero cada tírón era un suplicio
intolerable para la prisionera. Se le ocurrió hacer una palanca con unos palos,
pero eso no dio resultado y tuvo que abandonar también esa idea. Consiguió un
par de soldados que trabajaron con él durante un rato, pero después lo dejaron
solo, porque muchas otras víctimas reclamaban ayuda. La muchacha no podía
moverse y apenas lograba respirar, pero no parecía desesperada, como si una
resignación ancestral le permitiera leer su destino. El periodista, en cambio,
estaba decidido a arrebatársela a la muerte. Le llevaron un neumático, que
colocó bajo los brazos de ella como un salvavidas, y luego atravesó una tabla
cerca del hoyo para apoyarse y así alcanzarla mejor. Como era imposible remover
los escombros a ciegas, se sumergió un par de vece para explorar ese infierno,
pero salió exasperado, cubierto de lodo, escupiendo piedras. Dedujo que se
necesitaba una bomba para extraer el agua y envió a solicitarla por radio, pero
volvieron con el mensaje de que no había transporte y no podían enviarla hasta
la mañana siguiente.
–¡No podemos esperar tanto! –reclamó Rolf Carlé, pero en aquel zafarrancho
nadie se detuvo a compadecerlo. Habrían de pasar todavía muchas horas más antes
de que él aceptara que el tiempo se había estancado y que la realidad había
sufrido una distorsión irremediable.
Un médico militar se acercó a examinar a los niños y afirmó que su corazón
funcionaba bien y que si no se enfriaba demasiado podría resistir esa noche.
–Ten paciencia, Azucena, mañana traerán la bomba –trató de consolarla Rolf
Carlé.
–No me dejes sola –le pidió ella. –No, claro que no. Les llevaron café y él se
lo dio a la muchacha, sorbo a sorbo. El líquido caliente la animó y empezó a hablar
de su pequeña vida, de su familia y de la escuela, de cómo era ese pedazo de
mundo antes de que reventara el volcán. Tenía trece años y nunca había salido
de los límites de su aldea. El periodista, sostenido por un optimismo
prematuro, se convenció de que todo terminaría biem llegaría la bomba,
extraerían el agua, quitarían los escombros y Azucena sería trasladada en
helicóptero a un hospital, donde se repondría con rapidez y donde él podría
visitarla llevándole regalos. Pensó que ya no tenía edad para muñecas y no supo
qué le gustaría, tal vez un vestido. No entiendo mucho de mujeres, concluyó
divertido, calculando que había tenido muchas en su vida, pero ninguna le había
enseñado esos detalles. Para engañar las horas comenzó a contarle sus viajes y sus
aventuras de cazador de noticias, y cuando se le agotaron los recuerdos echó
mano de la imaginación para inventar cualquier cosa que pudiera distraerla. En
algunos momentos ella dormitaba, pero él seguía hablándole en la oscuridad,
para demostrarle que no se había ido y para vencer el acoso de la
incertidumbre.
Ésa fue una larga noche.
A muchas millas de allí, yo observaba en una pantalla a Rolf Carlé y a la
muchacha. No resistí la espera en la casa y me fui a la Televisión Nacional,
donde muchas veces pasé noches enteras con él editando programas. Así estuve
cerca suyo y pude asomarme a lo que vivió en esos tres días definitivos. Acudí
a cuanta gente importante existe en la ciudad, a los senadores de la República,
a los generales de las Fuerzas Armadas, al embajador norteamericano y al
presidente de la Compañía de Petróleos, rogándoles por una bomba para extraer
el barro, pero sólo obtuve vagas promesas. Empecé a pedirla con urgencia por
radio y televisión, a ver si alguien podía ayudarnos. Entre llamadas corría al
centro de recepción para no perder las imágenes del satélite, que llegaban a
cada rato con nuevos detalles de la catástrofe. Mientras los periodistas
seleccionaban las escenas de más impacto para el noticiario, yo buscaba
aquellas donde aparecía el pozo de Azucena. La pantalla reducía el desastre a
un solo plano y acentuaba la tremenda distancia que me separaba de Rolf Carlé,
sin embargo yo estaba con él, cada padecimiento de la niña me dolía como a él,
sentía su misma frustración, su misma impotencia. Ante la imposibilidad de
comunicarme con él, se me ocurrió el recurso fantástico de concentrarme para
alcanzarlo con la fuerza del pensamiento y así darle ánimo. Por momentos me
aturdía en una frenética e inútil actividad, a ratos me agobiaba la lástima y
me echaba a llorar, y otras veces me vencía el cansancio y creía estar mirando
por un telescopio la luz de una estrella muerta hace un millón de años.
En el primer noticiario de la mañana vi aquel infierno, donde flotaban
cadáveres de hombres y animales arrastrados por las aguas de nuevos ríos,
formados en una sola noche por la nieve derretida. Del lodo sobresalían las
copas de algunos árboles y el campanario de una iglesia, donde varias personas
habían encontrado refugio y esperaban con paciencia a los equipos de rescate.
Centenares de soldados y de voluntarios de la Defensa Civil intentaban remover
escombros en busca de los sobrevivientes, mientras largas filas de espectros en
harapos esperaban su turno para un tazón de caldo. Las cadenas de radio informaron
que sus teléfonos estaban congestionados por las llamadas de familias que
ofrecían albergue a los niños huérfanos. Escaseaban el agua para beber, la
gasolina y los alimentos. Los médicos, resignados a amputar miembros sin
anestesia, reclamaban al menos sueros, analgésicos y antibióticos, pero la
mayor parte de los caminos estaban interrumpidos y además la burocracia
retardaba todo. Entretanto, el barro contaminado por los cadáveres en
descomposición amenazaba de peste a los vivos.
Azucena temblaba apoyada en el neumático que la sostenía sobre la superficie.
La inmovilidad y la tensión la habían debilitado mucho, pero se mantenía
consciente y todavía hablaba con voz perceptible cuando le acercaban un
micrófono. Su tono era humilde, como si estuviera pidiendo perdón por causar
tantas molestias. Rolf Carlé tenía la barba crecida y sombras oscuras bajo los
ojos, se veía agotado. Aun a esa enorme distancia pude percibir la calidad de
ese cansancio, diferente a todas las fatigas anteriores de su vida. Había
olvidado por completo la cámara, ya no podía mirar a la niña a través de un
lente. Las imágenes que nos llegaban no eran de su asistente, sino de otros
periodistas que se habían adueñado de Azucena, atribuyéndole la patética
responsabilidad de encarnar el horror de lo ocurrido en ese lugar. Desde el
amanecer Rolf se esforzó de nuevo por mover los obstáculos que retenían a la
muchacha en esa tumba, pero disponía sólo de sus manos, no se atrevía a
utilizar una herramienta, porque podía herirla. Le dio a Azucena la taza de
papilla de maíz y plátano que distribuía el Ejército, pero ella la vomitó de
inmediato. Acudió un médico y comprobó que estaba afiebrada, pero dijo que no
se podía hacer mucho, los antibióticos estaban reservados para los casos de
gangrena. También se acercó un sacerdote a bendecirla y colgarle al cuello una
medalla de la Virgen. En la tarde empezó a caer una llovizna suave,
persistente.
–El cielo está llorando –murmuró Azucena y se puso a llorar también.
–No te asustes –le suplicó Rolf–. Tienes que reservar tus fuerzas y mantenerte
tranquila, todo saldrá bien, yo estoy contigo y te voy a sacar de aquí de
alguna manera.
Volvieron los periodistas para fotografiarla y preguntarle las mismas cosas que
ella ya no intentaba responder. Entretanto llegaban más equipos de televisión y
cine, rollos de cables, cintas, películas, vídeos, lentes de precisión,
grabadoras, consolas de sonido, luces, pantallas de reflejo, baterías y
motores, cajas con repuestos, electricistas, técnicos de sonido y carnarógrafos,
que enviaron el rostro de Azucena a millones de pantallas de todo el mundo. Y
Rolf Carlé continuaba clamando por una bomba. El despliegue de recursos dio
resultados y en la Televisión Nacional empezamos a recibir imágenes más claras
y sonidos más nítidos, la distancia pareció acortarse de súbito y tuve la
sensación atroz de que Azucena y Rolf se encontraban a mi lado, separados de mí
por un vidrio írreductible. Pude seguir los acontecimientos hora a hora, supe
cuánto hizo mi amigo por arrancar a la niña de su prisión y para ayudarla a
soportar su calvario, escuché fragmentos de lo que hablaron y el resto pude
adivinarlo, estuve presente cuando ella le enseñó a Rolf a rezar y cuando él la
distrajo con los cuentos que yo le he contado en mil y una noches bajo el
mosquitero blanco de nuestra cama.
Al caer la oscuridad del segundo día él procuró hacerla dormir con las viejas
canciones de Austria aprendidas de su madre, pero ella estaba más allá del
sueño. Pasaron gran parte de la noche hablando, los dos extenuados,
hambrientos, sacudidos por el frío. Y entonces, poco a poco, se derribaron las
firmes compuertas que retuvieron el pasado de Rolf Carlé durante muchos años, y
el torrente de cuanto había ocultado en las capas más profundas y secretas de
la memoria salió por fin, arrastrando a –su paso los obstáculos que por tanto
tiempo habían bloqueado su conciencia. No todo pudo decírselo a Azucena, ella
tal vez no sabía que había mundo más allá del mar nitiempo anterior al suyo,
era incapaz de imaginar Europa en la época de la guerra, así es que no le contó
de la derrota, ni de la tarde en que los rusos lo llevaron al campo de
concentración para enterrar a los prisioneros muertos de hambre. ¿Para qué
explicarle que los cuerpos desnudos, apilados como una montaña de leños,
parecían de loza quebradiza? ¿ Cómo hablarle de los hornos y las horcas a esa
niña moribunda? Tampoco mencionó la noche en que vio a su madre desnuda,
calzada con zapatos rojos de tacones de estilete, llorando de humillación.
Muchas cosas se calló, pero en esas horas revivió por primera vez todo aquello
que su mente había intentado borrar. Azucena le hizo entrega de su miedo y así,
sin quererlo, obligó a Rolf a encontrarse con el suyo. Allí, junto a ese pozo
maldito, a Rolf le fue imposible seguir huyendo de sí mismo y el terror
visceral que marcó su infancia lo asaltó por sorpresa. Retrocedió a la edad de
Azucena y más atrás, y se encontró como ella atrapado en un pozo sin salida,
enterrado en vida, la cabeza a ras de suelo, vio juntos a su cara las botas y
las piernas de su padre, quien se había quitado la correa de la cintura y la
agitaba en el aire con un silbido inolvidable de víbora furiosa. El dolor lo
invadió, intacto y preciso, como siempre estuvo agazapado en su mente. Volvió
al armario donde su padre lo ponía bajo llave para castigarlo por faltas
imaginarias y allí estuvo horas eternas con los ojos cerrados para no ver la
oscuridad, los oídos tapados con las manos para no oír los latidos de su propio
corazón, temblando, encogido como un animal. En la neblina de los recuerdos
encontró a su hermana Katharina, una dulce criatura retardada que pasó la
existencia escondida con la esperanza de que el padre olvidara la desgracia de
su nacimiento. Se arrastró junto a ella bajo la mesa del comedor y all.í
ocultos tras un largo mantel blanco, los dos niños permanecieron abrazados,
atentos a los pasos y a las voces. El olor de Katharina le llegó mezclado con.
el de su propio sudor, con los aromas de la cocina, ajo, sopa, pan recién
horneado y con un hedor extraño de barro podrido. La mano de su hermana en la–
suya, su jadeo asustado, el roce de su cabello salvaje en las mejillas, la
expresión cándida de su mirada. Katharina, Katharina… surgió ante él flotando
como una bandera, envuelta en el mantel blanco– convertido en mortaja, y pudo
por fin llorar su muerte y la culpa de haberla abandonado. Comprendió entonces
que sus hazañas de periodista, aquellas que tantos reconocimientos y tanta fama
le había dado, eran sólo un intento de mantener bajo control su miedo más
antiguo, mediante la treta de refugiarse detrás de un lente a ver si así la
realidad le resultaba más tolerable. Enfrentaba riesgos desmesurados como
ejercicio de coraje, entrenándose de día para vencer los monstruos que lo’
atormentaban de noche. Pero había llegado el instante de la verdad y ya no pudo
seguir escapando de su pasado. Él era Azucena, estaba enterrado en el barro, su
terror no era la emoción remota de una infancia casi olvidada, era una garra en
la garganta. En el sofoco del llanto se le apareció su madre, vestida de gris y
con su cartera de piel de cocodrilo apretada contra el regazo, tal como la
viera por última vez en el muelle, cuando fue a despedirlo al barco en el cual
él se embarcó para América. No venía a secarle las lágrimas, sino a decirle–que
cogiera una pala, porque la guerra había terminado y ahora debían enterrar a
los muertos.
–No– llores. Ya no me duele nada, estoy bien –le dijo Azucena al amanecer.
–No lloro por ti, lloro por mí, que me duele todo –sonrió Rolf Carlé.
En el valle del cataclismo comenzó el tercer día con una luz pálida entre
nubarrones. El–Presidente de la República se trasladó a la zona y apareció en
traje de.campaña para confirmar que era la peor desgracia de este siglo, el
país estaba de duelo, las naciones hermanas habían ofrecido ayuda, se ordenaba
estado de sitio, las Fuerzas Armadas serían inclementes, fusilarían sin
trámites a quien fuera sorprendido robando o cometiendo otras fechorías. Agregó
que era imposible sacar todos los cadáveres ni dar cuenta de los millares de
desaparecidos, de modo que el valle completo se declaraba camposanto y los
obispos vendrían a celebrar una misa solemne por las almas de las víctimas. Se
dirigió a las carpas del Ejército, donde
se amontonaban los rescatados, para entregarles el alivio de promesas
inciertas, y al improvisado hospital, para dar una palabra de aliento a los
médicos y enfermeras, agotados por tantas horas de penurias. Enseguida se hizo
conducir al lugar donde estaba Azucena, quien para entonces ya era célebre,
porque su imagen había dado la vuelta al planeta. La saludó con su lánguida
mano de estadista y los micrófonos registraron su voz conmovida y su acento
paternal, cuando le dijo que su valor era un ejemplo para la patria. Rolf Carlé
lo interrumpió para pedirle una bomba y él le aseguró que se ocuparía del
asunto en persona. Alcancé a ver a Rolf por unos instantes, en cuclillas junto
al pozo. En el noticiario de la tarde se encontraba en la misma postura: y yo,
asomada a la pantalla como una adivina ante su bola de cristal, percibí que
algo fundamental había cambiado en él, adiviné que durante la noche se habían
desmoronado sus defensas y se había entregado al dolor, por fin vulnerable. Esa
niña tocó una parte de su alma a la cual él mismo no había tenido acceso y que
jamás compartió conmigo. Rolf quiso consolarla y fue Azucena quien le dio
consuelo a él.
Me di cuenta del momento preciso en que Rolf dejó de luchar y se abandonó al
tormento de vigilar la agonía de la muchacha. Yo estuve con ellos, tres días y
dos noches, espiándolos al otro lado de la vida. Me encontraba allí cuando ella
le dijo que en sus trece años nunca un muchacho la había querido y que era una
lástima irse de este mundo sin conocer el amor, y él le aseguró que la amaba
más de lo que jamás podría amar a nadie, más que a su madre y a su hermana, más
que a todas las mujeres que habían dormido en sus brazos, más que a mí, su
compañera, que daría cualquier cosa por estar atrapado en ese pozo en su lugar,
que cambiaría su vida por la de ella, y vi cuando se inclinó sobre su pobre
cabeza y la besó en la frente, agobiado por un sentimiento dulce y triste que
no sabía nombrar. Sentí cómo en ese instante se salvaron ambos de la
desesperanza, se desprendieron del lodo, se elevaron por encima de los buitres
y de los helicópteros, volaron juntos sobre ese vasto pantano de podredumbre y
lamentos. Y finalmente pudieron aceptar la muerte. Rolf Carlé rezó en silencio
para que ella se muriera pronto, porque ya no era posible soportar tanto dolor.
Para entonces yo había conseguido una bomba y estaba en contacto con un general
dispuesto a enviarla en la madrugada del día siguiente en un avión militar.
Pero al anochecer de ese tercer día, bajo las implacables lámparas de cuarzo y
los lentes de cien máquinas, Azucena se rindió, sus ojos perdidos en los de ese
amigo que la había sostenido hasta el final. Rolf Carlé le quitó el salvavidas,
le cerró los párpados, la retuvo apretada contra su pecho por unos minutos y
después la soltó. Ella se hundió lentamente, una flor en el barro.
Estás de vuelta conmigo, pero ya no eres el mismo hombre. A menudo te acompaño
al Canal y vemos de nuevo los videos de Azucena, los estudias con atención,
buscando algo que pudiste haber hecho para salvarla y no se te ocurrió a
tiempo.
O tal vez los examinas para verte como en un espejo, desnudo. Tus cámaras están
abandonadas en un armario, no escribes ni cantas, te queda durante horas
sentado ante la ventana mirando las montañas. A tu lado, yo espero que
completes el viaje hacia el interior de ti mismo y te cures de las viejas
heridas. Sé que cuando regreses de tus pesadillas caminaremos otra vez de la
mano, como antes.